domingo, 20 de febrero de 2011

Palabras con alma




Sin entender. Sólo viendo símbolos cruzados sobre el papel, incapaz de interpretar, me encontré con la artista japonesa Kasei Yamamoto. Inesperado encuentro. Ella, en el suelo. Yo de pie. Ella, pintando símbolos, trazos líneas con toda la fuerza interior que era capaz de mostrar. Yo, sin encontrar mi posición, lejos de alcanzar cada movimiento tenue pero eficaz. 


Como observadores de excepción, un pequeño grupo de amantes de la cultura nipona, estudiosos de la lengua japonesa, entendidos... Una pequeña sala como todo abrigo y en sus paredes: 50 muestras del arte de esta minúscula mujer, de edad imprecisa: ni importa, ni determina; de gestos cortos y seguros. Yamamoto sacudía sus brazos vertiginosamente, su cuerpo entero para traer al presente milenios de historia de la caligrafía japonesa. 'Kanji', creadores de palabras, sobre el papel, en el aire. Parecía sencillo, natural pero se la veía exhausta en cada nuevo intento.


Tímida y feliz completó una performance a destiempo, desprogramada que nos dejó fuera de lugar. Cándida y prolífica. Y al final sólo es escribir. Sostenerse sobre el papel: una idea, un deseo, un pensamiento. Escribir. Y escuchar el sonido del pincel en este caso -de un lápiz en el nuestro-. Yamamoto en movimiento. Y absurda como un trazo mal dado, quedé expuesta por siempre en la imagen final. Rodeada de símbolos indescifrables aún.

"Nunca se puede escribir lo mismo otra vez, ni modificarse. 'Caligrafía' es un arte extremadamente momentáneo. Por eso el alma se queda plasmada, difuminándose a través del espacio en blanco. Ese es el encanto irresistible de la caligrafía". Kaisei Yamamoto.


Fotos: Beatriz Rodríguez. Exposicion de Caligrafía Japonesa de Kaisei Yamamoto. Galería Aragón 262.

viernes, 18 de febrero de 2011

Michelle, Louis y Depardieu

Hay un cine que despierta. Que está despertando; que ya tuvo sus comienzos años atrás con directores lejos de los convencionalismos, críticos, que hacían 'mover conciencias'. Así se definió su estilo durante un tiempo: 'mover conciencias'. Muy propio.  Olvidaron que si algo tienen las conciencias es que se nos quedan agarradas, agazapadas, expectantes... Así que espectadores en masa íbamos a disfrutar de una hora y media de visión con la conciencia puesta en algún otro lugar, bien lejos de la bolsa de palomitas por lo indigesto que resulta mezclar. Consternados, ahítos, la buscábamos a la salida -la conciencia, no las palomitas- para volver a colocarla en su posición original. Están bien. Las pelis que despiertan conciencias, que las acallan quizás, están bien. Es la dosis necesaria y justa que receta el mercado para que nos sintamos más reales y tranquilos. Implicados.

Pero he aquí que llega un señor, rudo, grande, gordo, con arrugas en el rostro, con los ojos fieros como puños o tiernos como pastos y te dice que esto no hace gracia; que trabajar como un esclavo para engordar a otros no tiene gracia; que pasarse toda la vida cargando trozos de vaca muerta en la espalda para que te prejubilen y te des cuentes que jamás tuviste tiempo de pensar en ti, no tiene ninguna gracia. A él no le hace gracia. Y se da cuenta. Y vive... sí, por fin. ¡Oh ! Depardieu. ¡oh! ese hombre que narra el nuevo cine naturalista que encarnan los directores franceses Benoit DelLépine y Gustave Kervern,  que apenas necesita hablar porque llena la pantalla, porque ves lo que es sentirse en el tren de cola. Hoy. Ahora. Ya no hay clases. Claro que no. Ahora todos somos carne de cañón. Eso es lo que te vomitan en la cara DelLépine y Kervern. Con una sonrisa, eso sí. No sea que salgas más tocado de lo esperado de la sala y acaben señalados con el dedo y expulsados, por aguafiestas. ¿Quiénes son ellos para perturbar nuestro sueño eterno? Pero estos dos directores se dejan las buenas maneras en casa para reflejar las miserias que se esconden debajo de la alfombra roja o la verde. Ambos están más cerca de Zola que de los hermanos Cohen.

Ahora hay un cine que refleja la dureza sin filtros. Tras las muecas  de este cine está la delicadeza de ser imperfectos y de sentir que en algún lugar, en otro continente quizás, está lo que es tuyo. Y es así como Depardieu se suelta la melena rubia y se decide a ir a por ello como en el anterior largometraje de ambos directores, 'Louis Michel', fue Yolanda Moreau la encargada de subirse en un barco lleno de inmigrantes subsaharianos para ir a conocer al presidente de la multinacional que había cerrado su fábrica.



Así que Depardieu en su moto y Moreau en un barco de contrabando te dicen en la cara ¿Qué pasa? si, ¿Qué pasa? ¿Qué está pasando? Señores, el naturalismo ha vuelto. Y es tan desagradable, está tan cerca, es tan nuestro,  que encanta.

domingo, 6 de febrero de 2011

Lo costura, la burguesía y el diseño

Barcelona viste. Viste por tradición, porque condensa tendencias, porque puede, básicamente. Barcelona te viste. Tú llegas, aterrizas en su centro y no pasa una semana sin que descubras que eso que llevabas encima y con lo que te cubrías no es ir vestida. Ropa sí, pero vestirte, no. Eso no. Vestirse es otra cosa. No vamos a hablar de diseño, vocablo sobre actuado, sobre expuesto e hiper explotado. Vamos a buscarlo... Y, el diseño de Barcelona no está allí donde uno lo ve. El diseño de Barcelona no se encuentra en las esquinas de Paseo de Gracia; ni en las luces de neón de las grandes firmas mediáticas; tampoco en los que ejercen de modernos -olas y hordas de individuos, pose cansina 'in eternum'- que encuentran en los pasos de cebra su mejor pasarela. Es difícil hallarlo en las estratégicas tiendas para uso y goce del extranjero provisional, en una alusión elitista y sui generis de un 'Bienvenido Mr. Marshall'.
No. No está en el Borne, aunque estemos habituados a oir que sí, que es allí. Como antes Gracia o como siempre Gracia. Otro hito.
El diseño, la tendencia, aquello con lo que te vistes y te desnudas y te descubres y parece que desfilas más que caminar entre Tallers y Avignon no está. No se encuentra. No se compra, al menos no al vacío. Se lleva. Se lleva en el flequillo de los cincuenta de una chica pelirroja que cada mañana coge el 41 para llegar a Plaza Cataluña; en la flamante trenza y los botines espectáculares de una diseñadora de moda que se pasea por H&M buscando lo último de Lanvin. En la discreta camiseta negra de un ilustrador internacional que pasea casi anónimo por Portal del Angel; en el goloso abrigo de rayas sin mangas de una amiga sevillana que viene a comer contigo. En definitiva, está en saberse así mismo.
Barcelona te saca lo que llevas, te sintoniza en un dial que has buscado sin éxito. Es costoso; no es fiable, tiene interferencias, pero cuando lo encuentras emite. 'Vía libre, señores' -parece decir -.
Y ves que lo ha hecho siempre. De arriba a abajo. Y que siempre han existido luces de neón y escaparates estratégicos y manos hábiles que trazaban sobre el papel ¿diseño? Y señoras de apellidos compuesto que lucían sus prendas exclusivas en un tiempo donde Mr. Marshall preparaba las maletas para venir a salvarnos. Y fábricas que echaban humo y parían telas e hilos codiciados y alabados allá donde fueran. Ves que vestirse siempre fue un arte que un día elevaron a los cielos para chocar con los techos de los salones burgueses de una ciudad rica llena de pobres y la bajaron a la tierra, para todos los mortales. Amén.
Ahora igual que ayer, los vestidos los compramos pero el diseño es nuestro.

Fotos: Exposición La Alta Costura en Cataluña. Palau Robert. Barcelona